Estudios recientes muestran que el cerebro humano puede regenerar células
dañadas. Descubrí vos también estos increíbles avances.
Un día de septiembre de 1995, Howard Rocket,
vigoroso empresario de 48 años, saltó para atrapar la pelota en un partido
amistoso de fútbol americano en el centro de Toronto, Canadá. Al posar los pies
en el césped se resbaló, cayó de espaldas y se dio un golpe en la nuca. Al cabo
de un minuto empezó a sentir un fuerte dolor de cabeza que se volvió cada vez
más intenso; luego aparecieron manchas oscuras en su campo visual. No hizo caso
a estos síntomas hasta tres semanas después, cuando se encontraba solo en casa
y de pronto perdió el control de brazos y piernas. Le sobrevino un dolor de
cabeza muy agudo y la vista se le nubló. Buscó a tientas el teléfono y marcó el
número de emergencias. Entonces se desmayó.
Rocket había sufrido una trombosis en la
arteria basilar, a causa de un coágulo que obstruyó el flujo de sangre al tallo
cerebral. Esta condición suele ser mortal, pero los médicos le salvaron la vida
al inyectarle un fármaco que disuelve los coágulos. Sin embargo, el pronóstico
era sombrío: Rocket nunca volvería a mover el brazo, la pierna y el pie
izquierdos. Sus músculos estaban bien, pero las zonas del cerebro encargadas de
controlarlos habían sufrido daños graves. En otras palabras, estaba condenado a
usar una silla de ruedas.
Decidido a probar que los médicos se equivocaban, Rocket
comenzó una fisioterapia rigurosa. Pensó que si obligaba al pie izquierdo a
moverse una y otra vez, con el tiempo las células ilesas de su cerebro
encontrarían la manera de comunicarle al pie lo que debía hacer. Tras
reaprender a incorporarse, se ató el pie izquierdo al pedal de una bicicleta
fija en el gimnasio y empezó a pedalear. El primer día sólo aguantó 30
segundos, pero no se dio por vencido; era como hacer flexiones con la mente. Al
cabo de 12 años y miles de horas en el gimnasio, ya podía balancearse con ambos
pies. Los médicos estaban atónitos.
La intuición de Rocket resultó cierta: es posible
readiestrar el cerebro para que supla la función de las neuronas dañadas. Hace
unos 25 años, la mayoría de los médicos consideraba que esto era imposible.
Suponían que el cerebro de un adulto era como una máquina: no podía cambiar ni
crecer, sólo fallar. Pero en el curso de las últimas décadas, técnicas como la
tomografía por emisión de positrones y la resonancia magnética funcional han
permitido a los científicos observar el cerebro en acción. Hoy se dan cuenta de
que la concepción que tenían de este órgano era incorrecta.
Si una parte del cerebro se lesiona, en especial la
corteza (la capa que procesa las señales para la percepción y el movimiento), a
menudo es posible adiestrar otra para que supla la dañada. Esto exige una
práctica constante que llega a durar varios años. Aun así, los científicos
afirman que el pensamiento y la actividad pueden alterar físicamente el
cerebro, efecto al que llaman “neuroplasticidad”. “Ahora sabemos que, al
pensar, formamos nuevas conexiones sinápticas en la red neuronal”, señala el
doctor Norman Doidge, psiquiatra de Toronto.
Y estos cambios físicos dan lugar a cambios
funcionales. Doidge escribe en un libro suyo: “Conocí a un científico que logró
que personas ciegas de nacimiento empezaran a ver; otro hizo oír a los sordos.
Hay pacientes cuyos problemas de aprendizaje se resolvieron y cuyo cociente de
inteligencia aumentó; fui testigo de que personas octogenarias pueden agudizar
su memoria para que funcione como cuando tenían 55 años. Vi a pacientes
modificar las conexiones de su cerebro con el pensamiento, a fin de aliviarse
de obsesiones y traumas que parecían incurables”.
Estos cambios se produjeron mediante ejercicios
mentales repetidos. En otras palabras, el pensamiento puede cambiar el
funcionamiento del cerebro. Richard Davidson, neurocientífico de la Universidad
de Wisconsin, demostró lo anterior con un experimento sobre la meditación: un
buen ejemplo de “flexiones mentales”. Midió la actividad cerebral de monjes
budistas novatos y experimentados, y observó que cuando estos últimos meditaban
sobre “el amor incondicional, la bondad y la compasión”, su cerebro generaba
potentes ondas gama, las cuales intervienen en procesos superiores como la
percepción y la conciencia; es decir, la actividad mental repetida de meditar
cambiaba el funcionamiento cerebral.
La meditación también puede ejercer un
efecto poderoso en el control de sensaciones físicas como el dolor. Melissa Munroe,
ex campeona de fisicoculturismo residente en Toronto, a la edad de 30 años se
enteró de que una protuberancia que tenía en la garganta era linfoma de
Hodgkin. El cáncer se le había extendido tanto que los médicos no le dieron más
de tres meses de vida. Ella decidió luchar, pero el dolor que los tumores le
causaban al presionar sus órganos era insoportable, aun para una deportista
acostumbrada a esforzarse hasta el límite. Así que recurrió a la psiquiatra
Tatiana Melnyk, quien le enseñó a usar la mente para mitigar el dolor.
La doctora le explicó que el dolor es una sensación
física, pero que su forma de reaccionar emocionalmente ante él lo exacerbaba.
Le aconsejó que se concentrara sólo en el aspecto físico del dolor, sin
juzgarlo.
Tras adoptar este modo disciplinado de pensar, Melissa
logró que su cerebro procesara de otra forma el dolor: lo sentía, pero no le
permitía que la controlara. “Era algo que experimentaba, pero no era yo”,
señala. “Definir el dolor me ayudó a disociarlo y a no dejar que me abrumara”.
Melissa, hoy día de 36 años, desafió las
probabilidades. Gracias a una quimioterapia intensiva, desde 2006 ya no tiene
rastros de cáncer. Y todavía practica la meditación.
¿Cómo pueden alterar
los pensamientos y las actividades repetidos al cerebro?
Por un lado, pueden afectar el ADN.
Estudios realizados principalmente en los años 80 y 90 muestran que el
pensamiento, el aprendizaje y la acción pueden activar o desactivar nuestros
genes. Nadie sabe con certeza cómo ocurre esto, pero, según el doctor Doidge,
“cuando tenemos pensamientos repetidos activamos ciertos genes para producir
proteínas que cambian la estructura de las neuronas y aumentan el número de
conexiones inápticas”. En esencia, las neuronas se vuelven mejores comunicadoras.
El cerebro también es capaz de producir
nuevas neuronas. Bryan Kolb, neurocientífico de la Universidad de Lethbridge, en
Canadá, demostró esta capacidad en ratas de laboratorio tras provocarles
apoplejías y daño cerebral consecutivo. Él y sus colegas suministraron factor
de crecimiento a las ratas, y observaron que sus cerebros no sólo producían
nuevas neuronas, sino que las usaban para reparar los daños físicos y
funcionales causados por las apoplejías. E hicieron otro hallazgo asombroso:
durante las dos semanas posteriores a la lesión, las nuevas neuronas “migran” a
la zona dañada y esperan órdenes. Si se las estimula adecuadamente, empiezan a
funcionar y ayudan al cerebro a recuperar funciones; por ejemplo, hacer que el
animal levante una pata.
El experimento de Kolb subraya la
importancia de la rehabilitación en los casos de lesión cerebral. Los
investigadores ahora pretenden determinar si la estimulación que proporciona la
rehabilitación podría aumentar la producción de neuronas nuevas y acelerar la
recuperación.
Uno de los “criaderos de neuronas” del cerebro se
encuentra en el hipocampo, el cual desempeña un papel clave en la memoria. En
un estudio, científicos de la Universidad de Toronto usaron marcadores químicos
para rastrear las neuronas nuevas que se generaban en forma natural en ratones
sanos, y luego enseñaron a los animales a nadar hasta una plataforma. Después
de mucha práctica, los roedores “recordaban” dónde estaba la plataforma. Más
adelante, cuando los investigadores examinaron el cerebro de los ratones,
descubrieron que las neuronas nuevas se habían ocupado de la tarea de la
memoria; es decir, las células marcadas químicamente estaban concentradas en
los “criaderos” del hipocampo.
Los investigadores también descubrieron
que, apenas un mes después de generarse, esas neuronas habían comenzado a
mejorar la memoria. Según Paul Frankland, el neurocientífico que dirigió el estudio, los
factores ambientales afectan el número de neuronas que se generan. La cocaína y
el estrés, por ejemplo, reducen la tasa de producción de neuronas, mientras que
correr y las actividades educativas la aumentan.
Lo que los científicos llaman
“neuroplasticidad”, para Ian Bradley, de 21 años, tiene otro nombre: esperanza. Cuando
ingresó en la escuela secundaria, a duras penas podía leer y tenía la
ortografía de un niño de cuarto grado. “Pensaba que era un tonto”, dice. Su
madre, Mary, lo ayudó a terminar la primaria dedicando cuatro horas todas las
noches a leerle los libros de texto y a anotar en un cuaderno las respuestas
que él daba a las preguntas de la tarea.
Entonces el padre de Ian descubrió la Escuela
Arrowsmith, en Toronto. Su fundadora, Barbara Arrowsmith Young, alguna vez fue
una estudiante con serias dificultades de aprendizaje que le impedían comprender
lo que leía o lo que la gente le decía. Esto la llevó a inventar ejercicios
mentales para ayudar a su cerebro a readiestrarse y aprender, y así logró
superar esos escollos. Posteriormente ideó más ejercicios del mismo tipo para
ayudar a superar problemas de aprendizaje a otras personas.
Ian pasó tres años en la Escuela Arrowsmith, haciendo
una y otra vez ejercicios cognoscitivos, como trazar letras y relacionar
símbolos. “Era difícil y muy agotador”, cuenta. Sin embargo, al final podía
leer como un alumno de segundo año de secundaria. Hoy día, recién egresado del
bachillerato con excelentes calificaciones, tiene la mira puesta en una carrera
como piloto de avión. “Antes mi panorama era sombrío”, señala. “Ahora mis
posibilidades son infinitas”.
Los recientes hallazgos sobre el cerebro
ofrecen enormes esperanzas a muchas personas; por ejemplo, a las víctimas de
apoplejía que tienen que afrontar la pérdida de funciones cerebrales; a quienes
padecen dolores crónicos, y a los niños y adolescentes que presentan
dificultades de aprendizaje. “Apenas estamos conociendo los mecanismos por
medio de los cuales el cerebro puede cambiar, y cómo ciertas zonas de este
órgano pueden asumir nuevas funciones”, afirma el doctor Andrés Lozano, uno de
los neurocirujanos que le salvaron la vida a Howard Rocket.
Hoy,
médicos e investigadores empiezan a comprender que, a fin de cuentas, aquel
voluntarioso empresario de Toronto tenía razón: los ejercicios repetidos, tanto
mentales como físicos, pueden cambiar el cerebro... y la vida de las personas.
Por Sarah Scott
No hay comentarios:
Publicar un comentario