lunes, 23 de julio de 2012

Caperucita roja, una versión políticamente correcta


Hubo una vez una joven persona llamada Caperucita Roja, que vivía al borde de un gran bosque lleno de lechuzas en vía de extinción y de plantas raras que seguramente servirían para curar el cáncer si tan sólo alguien se ocupara de investigarlas.

Caperucita vivía con su dadora de alimentos a quien a veces le decía “madre”, si bien no quería significar con ello que la hubiera menospreciado en caso de que no mediara entre ellas un vínculo biológico tan cercano. Tampoco quería decir con ello que las familias no tradicionales deben ser objeto de discriminación, y se hubiera sentido muy molesta en caso de que alguien pensara así por su culpa.

Un día su madre le pidió que llevara una cesta con fruta orgánicamente cultivada a casa de la abuela:

—Pero, madre, ¿no sería más adecuado enviar la cesta por intermedio de una empresa de carga, beneficiando así a los trabajadores sindicalizados que dependen para su sustento del sueldo que la empresa les paga a regañadientes?

La madre de Caperucita le aseguró que había hablado con varias compañías de carga cuyos sindicalistas le habían extendido un permiso especial, dada la edad y las necesidades psicológicas de la destinataria.

—Pero, madre, ¿no estaré siendo objeto de opresión cuando me ordenas hacer esto?

La madre le explicó que no era posible que una mujer oprimiera a otra mujer, ya que todas las mujeres están siendo igualmente oprimidas en el mundo y así seguirán hasta que llegue la libertad.

—Pero, madre, ¿entonces no sería mejor que pidieras a mi hermano que llevara la cesta, tomando en cuenta que él es un opresor, para que así aprendiera lo que se siente cuando una es la oprimida?

La madre le explicó que el muchacho estaba en ese momento asistiendo a una manifestación a favor de los derechos de los animales y que, por lo demás, llevar cestas no era un estereotipo del trabajo femenino, sino una forma de empoderamiento que le ayudaría a engendrar sentimientos comunitarios.

—Pero, madre, ¿no estaría yo oprimiendo a la abuela al implicar que está enferma y que, por lo tanto, no es independiente para avanzar por los caminos de la propia identidad?

La madre de Caperucita le explicó que la abuela no estaba en realidad enferma o discapacitada o mermada mentalmente en ninguna forma, si bien con ello no quería dar a entender que cualquiera de estas condiciones era inferior a lo que algunas personas llaman “buena salud”.

Así, y considerando que la fruta estaba empezando a pasmarse con tanta demora, Caperucita sintió que podía aceptar la idea de llevar la cesta a la casa de la abuela y se puso en camino.

Mucha gente creía que el bosque era un lugar ominoso y lleno de peligros, pero Caperucita sabía que éste era un miedo irracional basado en paradigmas culturales entronizados por la cultura patriarcal, que consideraba al mundo natural como un recurso explotable y que, por ende, creía que los predadores instintivos no eran otra cosa que competidores intolerables.

Otra gente evitaba pasar por el bosque por miedo a los ladrones y pervertidos, pero Caperucita sentía que en una verdadera sociedad sin clases todos los marginados debían poder “salir” del bosque y ser aceptados como practicantes de estilos de vida alternativos pero aceptables.

Camino a casa de su abuela, Caperucita pasó al lado de un hombre, y pensando que era un leñador que sin duda estaba tumbando árboles sin el permiso correspondiente, le dirigió una mirada de reproche. Luego se desvió de su camino para examinar algunas flores.

Pronto se asombró al verse frente al lobo, quien le preguntó qué había en su cesta.

Las profesoras y los profesores de Caperucita le habían advertido que nunca debía hablar con extraños, pero ella sintió confianza en su incipiente sexualidad y prefirió conversar con el lobo. Así, le dijo:

—Estoy llevándole a mi abuela algunos alimentos saludables como gesto de solidaridad.

El lobo dijo:

—No sabes, querida, que no es seguro para una niña pequeña caminar sola por el bosque.

Caperucita dijo:

—Tu afirmación sexista me parece ofensiva hasta el extremo, pero voy a ignorarla porque tu status tradicional como un réprobo de la sociedad te agobia, y porque el estrés derivado de él te ha inducido a desarrollar un modo de vida y un punto de vista alternativos aunque perfectamente válidos. Ahora, si me perdonas, prefiero seguir en mi camino.

Caperucita volvió al camino central y procedió a dirigirse a casa de su abuela. Pero dado que el status al margen de la sociedad había liberado al lobo de la adherencia esclavizante y lineal a los modos de pensar occidentales, éste tomó un camino más rápido que conocía a la casa de la abuela. Una vez allí, irrumpió en la casa y se comió a la abuela, mediante un curso de acción que afirmaba su naturaleza como predador natural. Luego, sin parar mientes en los papeles que tradicionalmente se asignan a los géneros, se colocó (otros dicen se puso) la ropa de dormir de la abuela, se metió debajo de las cobijas y esperó el desenlace.

Caperucita entró a la cabaña y dijo:

—Abuelita, aquí te traigo algunas viandas para saludarte como sabia y dadivosa matriarca de la familia.

El lobo dijo con suavidad:

—Acércate, niña, para verte mejor.

Caperucita dijo:

—Mi Diosa, abuela, pero que ojos más grandes tienes.

—Te olvidas, querida, que yo estoy ópticamente disminuida.

—Y, abuela, qué nariz más enorme y fina tienes.

—Naturalmente podría habérmela hecho operar para aspirar a una carrera actoral, pero no cedí a las presiones societales, niña mía.

—Y, abuela, ¡qué dientes más grandes y más afilados tienes!

El lobo, que no estaba de humor para seguir aceptando más comentarios zoófobos, en una reacción típica de su especie saltó de la cama y agarró a Caperucita, abriendo las fauces de par en par para que pudiera ver a la pobre abuela retorcerse en su panza.

—¡No estás olvidando algo? —gritó con valentía Caperucita—. ¡Tienes que pedir mi permiso antes de proceder a un grado mayor de intimidad!

El lobo se vio tan sorprendido con el comentario que aflojó su abrazo, en el momento mismo en que el leñador irrumpía por la puerta blandiendo un hacha.

—¡A soltar se dijo! —gritó el leñador, que en realidad era un guardabosques.

—¿Y usted qué cree que está haciendo? —exclamó Caperucita—. Si lo dejo ayudarme ahora, se pensaría que estoy expresando una falta de confianza en mis propias habilidades, lo que conduciría a una baja autoestima y a su vez a un pobre desempeño en mi futuro académico.

—¡Última oportunidad, hermanita! ¡Suelte a ese espécimen de una especie en vías de extinción! ¡Orden de la autoridad! —exclamó el guardabosques, y cuando Caperucita hizo un movimiento brusco, el hombre le cortó la cabeza de un tajo.

—Gracias a Dios que llegó usted a tiempo —dijo el lobo—. La ratica y su abuela me sedujeron y me tenían listo para despacharme al otro mundo.

—Pues a la hora de la verdad, la víctima soy yo. He estado controlando mi ira desde cuando la vi cortar esas flores protegidas hace un rato. Ahora creo que voy a tener un trauma. ¿No tiene usted una aspirina?

—Claro —dijo el lobo.

—Gracias.

—Comparto su dolor —dijo el lobo, dando varias palmaditas al guardabosques en su firme y bien acolchonada espalda. Luego dejó escapar una sonora regurgitación y le dijo al hombre:

—Lo siento, pero creo que comí demasiado. ¿No tendrá por ahí un AlkaSeltzer?

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